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Cuando todo, todo parece que puede ocurrir.
Pero existe la certeza de que nada sucederá.


5. Diario. El Vientre de la Ballena

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Siempre le tuve miedo a la oscuridad. Por eso siempre me permití estar dentro de mi casa antes de que caiga la noche, pero esta vez me sorprendió y me agarró justo cuando intentaba desentrañar el misterio del ladrón de pensamientos. O ladrona.

La noche estaba tan oscura que era en vano querer mirar a través del agujero. Miré hacia atrás para ver si algún mínimo halo de luz anaranjada llegaba desde la calle, pero no. Todo era negro, muy negro… como el porvenir del ladrón.


Pensé que el hueco en la pared me protegería del frio y de los peligros nocturnos así que tanteando la pared de barro y ladrillo me acomodé como pude. A primera impresión me pareció un agujero confortable, apoyé mi cabeza sobre las rodillas y me dormí pensando en cómo se vería desde afuera aquella situación.


Una fuerte luz blanca ilumina el agujero desde ambos lados. Sentía que todo me apretaba, como que el agujero se achicaba dejándome prisionero. Comencé a escuchar una voz aguda y fuerte que balbuceaba cosas y de pronto comenzaba a gemir, quería mirar pero la luz me enceguecía. El agujero comenzaba a apretarme más y más. Mi incomodidad era total. Siento que alguien me toma por la cabeza y comienza a tirar de mí, me quiero zafar pero mis brazos están apretados por el maldito agujero que me estruja. Los gemidos se hacen mas fuertes, y pienso que me van a arrancar la cabeza. El agujero se volvió inhabitable. La cabeza tira, la luz enceguece, los gemidos son insoportables, el agujero aprieta. Tirones. Luz. Gritos. Apretujones. Luz, mucha luz. Frio. Llanto.


Abrí los ojos y todo seguía negro. Sólo que ahora llovía. Creo que me dormí no más de una hora. Extrañamente me vino a la cabeza una imagen de mamá. EL último recuerdo que tengo de ella fue del día en que murió. Era invierno y me despertó como todos los días para ir al colegio. Me sacó las frazadas y abrió las ventanas. Me dio el mate cocido y la vi pasar de nuevo con su deshabillé de toalla sobre el camisón de flores celestes, el balde y la escoba. Cuando salí para el colegio estaba baldeando la vereda, le di un beso y me enganché el gorrito de lana con uno de sus ruleros. A media mañana la tía me retiró de la escuela y me llevó a casa, me preparó pan con manteca y azúcar y me dio la noticia. Ese día me la pasé encerrado en el cuarto jugando con los ruleros de mamá.


A la tarde la tía me llevó al velatorio. Recuerdo que cuando llegamos el dueño del lugar nos abrió la puerta porque estaba con llave. Estuvimos un ratito nada mas porque no me gustaba ver a mamá apretad adentro del cajón. Pedí a la tía que me lleve a casa de nuevo, pero cuando nos íbamos llegó Leonor, con unas flores envueltas en papel de diario. Fue ahí que me enteré como murió. Noventa y siete kilos de grasa, una adicción a los embutidos y un patatús.


Leonor no se llevaba bien con mamá pero en el fondo la quería. Contó que escuchó una obscenidad y salió a ver qué pasaba. Y ahí la vio. En el suelo. Desparramada con la manguera en la mano, aún saliendo agua.


Me di cuenta de que estaba llorando. Y de que la lluvia no paraba. Estaba todo húmedo pero afortunadamente el agujero no se había inundado. Tenía que decidir si volvía para mi casa, si me quedaba hasta el amanecer o si cruzaba hacia el patio de Leonor. Volví a pensar en mamá y en lo que ella hubiera hecho.


Estiré un brazo hacia lo de Leonor. Ahí no llovía. Me cubrí la cabeza y me impulsé hacia un lado. Caí de hombros sobre un colchón de hojas secas y mojadas. Ya estaba en territorio enemigo. Me sacudí las hojas y aun en cuclillas estiraba los brazos para saber hacia dónde ir. Todo parecía estar despejado, pero me encontré con un obstáculo. Al tacto parecía una pared de ligustrina. Pensé que era el fin y que sólo me quedaba encontrar un refugio para esperar la luz del día y continuar mi camino a la venganza.


Atrás había quedado el agujero, mi casa y mi patio. Adelante tenía un ladrón de pensamientos. O ladrona. Y conmigo estaba la fuerza de mamá.